Pues claro que la solución a todos los males del toreo no está en quitar a la policía del palco presidencial y del control de los corrales y de los callejones. Esgrimir esa verdad de Perogrullo para aceptar mansamente la presencia policial en las plazas de toros, es un burdo intento de perpetuar un pasado felizmente superado. Es coger el rábano por las hojas y minimizar un problema al que hay que ponerle solución, si se pretende que el toreo entre decididamente en una fase de modernización. Cierto que en determinadas zonas del país se designan a dedo los equipos presidenciales, que no suelen estar compuestos por funcionarios, y se producen martingalas como el afeitado, la falta de trapío y otros excesos perjudiciales para la Fiesta, pero eso poco tiene que ver con la profesión de los responsables sino con su falta de ética y seriedad. Pero ahora que se ha abierto el camino al reconocimiento del toreo como arte y cultura, ¿qué hacen los funcionarios encargados de prevenir el delito y detener a los delincuentes dirigiendo el desarrollo del espectáculo taurino? ¿Desde cuándo el arte y la cultura necesitan tutela policial? No cabe mayor contrasentido.
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Un anacronismo inaceptable
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