A los toros no se acude como a otro espectáculo cualquiera. O se va con ilusión o es mejor quedarse en casa. A un partido de fútbol se puede asistir simplemente por ver cómo el equipo preferido se alza con el triunfo. En consecuencia, el partido ideal es el que gana nuestro equipo por goleada. Pero en los toros, ni siquiera las orejas son goles ni sitúan a un torero entre los primeros de la tabla de clasificación. El toreo tiene otros registros que lo diferencian de cualquier otro espectáculo, porque la lidia de toros bravos es un arte. Y adquiere su más alto nivel en ese aspecto cuando el que lo ejerce (el torero) es capaz de provocar el escalofrío de la emoción y el entusiasmo en los tendidos. Se puede salir bostezando de una corrida en la que se han cortado cuatro o seis orejas y por el contrario abandonar la plaza con el vello de punta, reviviendo detalles de recuerdo imperecedero, sin que se haya dado ni una vuelta al ruedo.
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