La Pincelada del Director

Víctor Barrio, el penúltimo héroe

José Luis Benlloch
martes 12 de julio de 2016

Lo encontré en el patio de cuadrillas, serio, ensimismado. No me atreví a quebrar su recogimiento y pasé de largo sin estrecharle la mano. Me arrepiento. Ahora más que nunca me hubiese gustado chocarla con el último héroe clásico

Escribo consternado por la muerte de Víctor Barrio. No hay alegría ni éxito, ni fiesta, ni siquiera las de Pamplona ni las de Teruel ni las faenas de Curro Díaz, que toreó esa misma tarde como los propios ángeles, ni las de Roca Rey en San Fermín, que como todas las grandes faenas desde el sábado son todavía más grandes, más heroicas, nada existe que compense de un trago así. Como no puede haber consuelo para su mujer, Raquel, ni para su padre, testigos directos de la tragedia en la misma plaza. Brutal situación que les zarandeó, nos zarandeó sin piedad en los escasos minutos que duró la incertidumbre. Un sentimiento de fatalismo del que no nos podíamos desprender, espécimen de toro negro, en ese caso cárdeno, nos hizo hilo desde el mismo momento en que Víctor quedó a merced sobre la arena. Del ¡qué bien lo está toreando! pasamos al impacto de la cogida cuando Víctor se echó la muleta a la izquierda y todo seguido a ¡la cornada es fuerte!…, está grave…, pinta mal…, es en el pecho…, sí pero es en el costado derecho, nos animábamos unos a otros, hasta un fatídico dicen que no hay solución… y no la hubo. Los compañeros que salían llorando de la enfermería, un grito desgarrado que se escapó entre las rendijas que dejaba el lógico cerco policial, confirmó lo peor.

¿Cómo se llama su mujer? Se me ocurrió preguntar… Raquel, me dijeron, se llama Raquel. Pensé en Raquel que estaba allí dentro frente al cuerpo inerte de Víctor y en las ilusiones que habrían compartido y que ahora se habían truncado para siempre y pensé en su padre, porque no hay nada más antinatural ni menos entendible, se lo aseguro, que la muerte de un hijo. Todo por un golpe de aire, por un derrote seco, diría que casi sin querer de un toro bonito pero encastado. Así es el toreo, ese es el breve espacio que hay entre la gloria y la muerte. Maldigo el momento en que me planté en Teruel, si lo sé no vengo me seguía diciendo horas más tarde, aunque estoy seguro que al propio Víctor le gustó que periodistas de todas partes estuviésemos en la Feria del Ángel para contar a los cuatro vientos un éxito que él estaba seguro que iba a llegar y debería valerle para impulsar su carrera.

A Víctor me lo encontré al atravesar el patio de cuadrillas, en esa semipenumbra íntima y alborozada a la vez en la que confluyen la luz hiriente y festiva del exterior y la angustia disimulada de los miedos que a unos pide paz y a otros distracción. Saludé a Curro y a Moreno, sus compañeros de terna. Saludos leves, de complicidad y buenos deseos. No son momentos para otras cuestiones por mucho que admiradores y medios de comunicación tiendan al agobio. Víctor, un grana y oro como declaración de intenciones, un tallo sobresaliendo por encima de todo ¡buena planta! permanecía aparte de aquel amasijo de sensaciones. Me llamó la atención: serio, ensimismado, ajeno a lo que le tenía preparado el destino. La mirada fija en el infinito parecía blindarle frente a cualquier distracción. Lo vi y no me atreví a interrumpirle, pensé que era mejor no quebrar su recogimiento y pasé de largo sin estrecharle la mano. Me arrepiento. Ahora creo más que nunca que me hubiese gustado chocarla con el último héroe clásico, con el joven que ha recordado el porqué el toreo es el espectáculo más auténtico, por qué la Tauromaquia y sus protagonistas son capaces de sobrevivir a tanta insidia y a tantos intereses en un mundo tan adverso y tan cruel.

Camino de vuelta a Valencia no salgo de mi consternación. Me acuerdo de mi amigo hermano Manolo Montoliu, de Yiyo, de Paquirri, de Soto, de Curro Valencia y de sus familiares. Esta vez la parca esperaba en Teruel. Emboscada en una tarde amable, detrás de una alegría que desbordaba las calles, acechando en los pliegues de una muleta que aspiraba a volar en las grandes ferias. No es noticia, la parca siempre está ahí, a la espera, lo sabemos, sólo que preferimos no pensar en ella. Si pensáramos no iríamos a la plaza, claro… pero sabemos que está ahí, ese es el valor de los toreros. De recordárnoslo se encargan de tanto en tanto los toros. Ya sé que nada puede consolar a Raquel ni a sus padres pero que sepan que una ciudad entera, Teruel, el planeta de los toros al completo y toda la gente de bien, que hay mucha, rindió respeto y recogimiento a Víctor. Lo otros, los del Twitter, los descerebrados que se declaran ansiosos de bailar sobre las tumbas, sólo merecen lástima. ¡Dios, qué mundo!

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