La semana ha estado ribeteada por el dolor. Sincero y justo. La muerte de Dámaso, tan querido y tan admirado, ha revestido de luto cualquier alegría ferial. Inesperada, tremenda y cruel la cornada del cáncer. Él, tan bravo y tan fuerte, el hombre al que los vientos de la vida y el toro nunca le troncharon, el mismo que tantas veces ayudó con su solidaridad a que los científicos estudiasen la lidia del maldito mal, no tuvo opción esta vez ni siquiera para meterse entre los pitones de la parca y jugársela de tú a tú como tantas veces hizo con los toros. Llegó y se lo llevó por delante en menos de lo que cuesta contarlo. Llega a darle la mínima opción y estoy seguro de que… de que Dámaso le hubiese acortado las distancias, le hubiese mirado a la cara, le hubiese aguantado la primera embestida, le hubiese ganado otro pasito hacia las guadañas, y otro más, y otro, le hubiese puesto los muslos como señuelo, le hubiese quitado la muleta como hizo tantas tardes y en ese mismo momento nos hubiese mirado al resto de los mortales en nuestro asombro, con su cara afilada y su gesto seco y relajado, y sí, seguro que hubiese acabado metiéndola en el canasto, asustándola, por eso no quiso la maldita parca darle opciones y en la primera arrancada certera se lo llevó por delante.
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