Foto: F. Carbonelll
Y Morante de la Puebla subió definitivamente a los cielos del toreo. En realidad, solo hizo que adelantar lo que media España sabía que sucedería. La otra no sabe de toros. Sucedió en Madrid, no podía ser en otra plaza para añadir mayor gloria y resonancia al suceso. Toreó como los ángeles, sufrió como los guerreros y lidió como los maestros. Así resumió en el día de la Hispanidad su trayectoria. Por la mañana toreó por amor al arte y a los compañeros en un festival benéfico. Por la tarde se la jugó en la misma plaza como no cabe esperar que se la jueguen los de su género. El sevillano fundió en una sola pieza todos los palos de los mejores cantes de la tauromaquia en lo que iba a ser ¡vaya sorpresa! el punto final a su carrera. En los medios, entre lágrimas y el estupor general ¡no te vayas maestro! él mismo se quitó la coleta, el símbolo de la torería activa.
A la faena del adiós no le faltó nada, primó la emoción del toreo hondo y rematado allá donde se funden la fuerza bruta del animal y el talento del hombre, donde el toreo adquiere categoría de milagro. Nos encogió el alma, la cogida, cuando el ídolo millonario y famoso quedó inerte sobre la arena y puso blanco sobre negro la esencia del toreo, lo que hace la diferencia del toreo con otras artes, aquí se muere de verdad, aquí nada es previsible, y mucho menos que un buen día un artista se transmuta en guerrero sin dejar de ser artista.
Madrid enloqueció con el toreo artista y heroico a la vez del maestro que entendió que era el momento del adiós
Eso es lo que hizo Morante en su segundo toro. Lo recibió con la alegría de una tijerilla genuflexa que nos sumergía en la tauromaquia decimonónica, le aplicó la verónica barroca y arrebujada de codos recogidos y le puso punto y seguido a tan hermosa recepción con el aire gracioso de unas chicuelinas aladas, en las que a la búsqueda de la hondura se olvidó de sacarle la mano que dejaba paso al toro que le cogió con violencia extrema. El cuerpo pesado por los años y la enfermedad quedó inerte en la arena haciendo temer lo peor.
Tras la incertidumbre de que si podría seguir o no, se repuso, tambaleante, con la mirada distraída, asumió obligación autoimpuesta del genio sabedor de que esa tarde debía abrazar el papel de héroe. Brindó a su amigo Santiago Abascal, en el toro anterior lo hizo a Isabel Díaz Ayuso, está claro que los héroes no parecen entender de equidistancias ni formulismos, y todo seguido la faena honda, auténtica y sincera, puso de acuerdo a la inmensa mayoría, los otros, esa España encrespada, ese 7 madrileño y recalcitrante, se empecinó en el disgusto hasta que les acalló el peso de la realidad. Fue una faena intensa, ni larga ni corta, la justa, mejor a derechas que a izquierdas, pura casualidad, que la remató de una soberbia estocada que le puso las dos orejas en la mano. Y con ellas, tras la apoteosis de la vuelta al ruedo, se fue a los medios y ante la sorpresa de unos y otros se arrancó la coleta. Ya no había para entonces más opción que las lágrimas y los aplausos. Se iba uno de los más grandes toreros de la historia. ¿El más grande dice usted?... no diré yo que no.
Decir además que la plaza estaba a reventar, que Morante a su primero, lo abrevió con prontitud y aseo; que Robleño que sí había anunciado su despedida estuvo lucido en su segundo, que el toricantano Sergio Rodríguez tuvo la mala suerte de que los maestros estuviesen como estuvieron, malditas comparaciones, y que la salida a hombros fue una locura a modo de un paso de semana santa, pagano, claro.
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Y Morante subió a los cielos
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