Durante muchos años Cali fue la gran feria de América. Once, doce corridas de toros y lleno diario. César Rincón tenía también mucho que ver. Era el orgullo limpio, incontestable de un hermoso país manchado por la droga y la inseguridad de la guerrilla. Aquel esplendor de la copa de champán que es el dibujo del coso de Cañaveralejo me recordaba, en cierto modo, a una Pamplona a la americana. Llenazos, triunfos, complacencias y se durmieron… bajó el toro, bajaron los carteles, aburrieron a la afición y la plaza se fue vaciando. Se le acabó el negocio a todos incluido a una especie de secretario de la empresa de nombre Guillermo y su eterna gorrilla que montó un negocio taurino-funerario que le hizo rico. Cada vez que palmaba un abonado, en aquellos tiempos de vino y rosas, él pillaba la tarjeta y organizaba su reventa particular. Era un tipo que estaba en todas partes y te lo tropezabas diez veces al día, sin parar de caminar y de hacer negocios. El año que empezó la caída del imperio en Cali desapareció y nunca más le vimos ni supimos de él. Tenía el riñón cubierto.
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