Reconocí a mi vecino por su perro. A mi vecino no se le mira a la cara, se mira a la de su perro, peinado de peluquería y vestido en invierno. Cenaba en un restaurante de Rosales esquina Marqués de Urquijo, MadridEspaÑa. Con su perro y otros humanos sin importancia. Reían y esas cosas que hacen el vino y la carne. A unos diez metros de su mesa y terraza, medio cuerpo sobresalía de un cubo de basura, que resultó ser el de una señora embarazada que comía los restos. Lo juro por Dios, si es que Dios existe. A puñados de hambre los comía. Me cuentan que hay alcaldes que van a poner candados en los cubos de basura para evitar ese imagen que da mala imagen. Mi vecino dice que eso es lo que hay que hacer para solucionar el problema. Lo que yo hice no viene a cuento (tranquilidad, el perro no sufrió daño alguno), lo dirá el juez en su día. Pero a mí lo que me diga el juez me da bastante igual. Lo que me diga yo es lo que importa: no lo soporto. No soporto esta ilimitada hipocresía cruel de lo que se supone somos los seres humanos. A veces pienso que ser taurino es la rebeldía humana y social más saludable.
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El cubo de la basura
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