En Logroño y en San Mateo hubo, en siete festejos, cuatro puestos para rejoneadores. La mitad de ellos, ocupados por Pablo Hermoso. Pablo en estado de gracia, salvo a la hora de la muerte. Los ocho toros fueron de estirpe Murube: dos de Los Espartales -uno muy grande y otro no tanto- y seis de Luis Terrón. Y hubo diecisiete plazas para matadores de toros. Doblaron Diego Urdiales y Sebastián Castella. Quince espadas, por tanto. Perera se puso las botas con un toro de Juan Pedro Domecq. Manzanares, que tanto y tan bien ha aprendido a esperar a los toros -por ejemplo, en Barcelona-, fue el torero de tirón. Luque es un desordenado tesoro revuelto. Urdiales, el orgullo de su oficio y su tierra. Pinar se ha refinado, Bolívar no se rinde, Fandiño crece, Castella está cansado, Castaño ruge, Padilla se conforma, Leandro torea con pinzas, La Quinta echa toros fieros todavía, y Juan Pedro bravos, y Luis Fraile buenos. Eso pasó en Logroño. No parecía otoño, sino primavera. La banda de música tocaba demasiado. Demasiado alto. Ha escrito Azofra que los músicos son de Haro. Pues mejor.
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