La alcaldada de Petro Urrego en Bogotá ha puesto a la capital colombiana en el mapa mundial del despropósito. Y sobre todo es la prueba de lo que puede ocurrir cuando un ex terrorista del M-19 se hace con una parcela de poder. El puñetero “demócrata” se ha empeñado en acabar con la plaza de toros más solvente del continente americano, condenándola a la inanición por vía testicular, y se permite el lujo de invitar a sus administrados, a través de su cuenta de Twitter, a que “se movilicen por una ciudad sin espectáculos de la muerte”. El tal Petro es pieza única y su fina sensibilidad, que le impulsó a empuñar las armas contra sus enemigos políticos, no tolera la crueldad de la lidia del toro bravo. Hombre de metralleta en bandolera y de pan llevar por montes y cañadas, cuando se ha visto en un despacho se ha pasado por el forro las tradiciones de los bogotanos, sobre cuyos gustos y aficiones ejerce la más feroz de las dictaduras. El descaro del individuo en cuestión no conoce límites y como quien manda, manda, amenaza con salirse con la suya pese a la respuesta popular que están teniendo sus caprichosas sinrazones. Petro Urrego puede pasar a la historia como el más brutal de los depredadores de las libertades de la patria de César Rincón.
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