La Utielana está triste. Todos los septiembres, desde 1858, tuvo sus puertas abiertas al pueblo de Utiel y a todo forastero que siempre se convierte en un paisano más en nuestras fiestas. Este sábado tendría que haber toros. Antes y después conciertos, jarana, tertulia bajo el último olmo que nos queda en pie, y algún primer beso sin mascarilla en las muchas sombras y recovecos que tiene la plaza.
Hoy me acuerdo de ella, aunque no esté vestida de fiesta, engalanada de carteles que anuncian diversión; conciertos, vaquillas, ganaderías y toreros. No están las banderas rojigualdas flameando en la cresta de la tapia. El arco de sus taquillas, esta noche, en lugar de ser una puerta abierta a la ilusión que se puede comprar en la feria -porque en feria, un día es un día-, parecen nichos sellados.
En más de 150 septiembres, tan sólo se vio así con el cólera, algún año de las guerras carlistas y en la última guerra civil.
Siempre después, se volvió a poner guapa y abrió sus puertas como brazos extendidos que te incitan a entrar.
Está triste, pero no se le ve preocupada, porque quiero creer que su edad le ha enseñado que, como ya pasó antes, sus tendidos vacíos se volverán a llenar y en su ruedo se volverá a torear y bailar.
Hoy, en este septiembre de feria que nos han robado, me quiero acordar de ella. De La Utielana. Nuestra plaza.