La segunda de San Isidro no le hubiera servido al santo labrador ni para arar. Y mucho menos mientras dormía. Seis inválidos, seis.
Sin fuerzas, anodinos, descastados y, en fin, más enemigos de la Fiesta que el célebre argentino artífice de la prohibición catalana. Esto urge, los ganaderos deben reunirse en un concilio para tomar conciencia de que lo que están criando no vale para mantener la corrida en pie, con el mínimo de emoción necesaria para que valga la pena pagar una entrada a precio de caviar del Báltico sólo para disfrutar del clima primaveral madrileño sentado en tres incómodos palmos de cemento durante cerca de tres interminables y aburridas horas. La ganadería de bravo se ha convertido en la cría de toneladas de carne mansa a causa de los excesos de los alquimistas en busca del toro cómodo para sus clientes. Pues bien, lo único que han conseguido es que lo que producen no les sirva ni a esos clientes cuyos intereses han querido servir. Lo que ocurre es que se han equivocado de clientes, puesto que el único cliente de verdad de la Fiesta Brava es el espectador que la mantiene pasando por taquilla. Y este está huyendo de las plazas. Incluso en Madrid ya se notan calvas en los tendidos, y si no fuera por el clavel y el “tenemos que comer un día de estos”, “recuerdos a la prima Emilia” y el “luego te llamo”, haciendo tallarines con el dedo índice, dentro de poco cementosis crónica como en la mayoría de los tauródromos de España. Suerte de los que van a enseñarse porque si no dentro de nada, la música, los monosabios y las cuadrillas. Y a mostrar las plazas al turismo como vestigio de un pasado que fue glorioso cuando existía un hermoso y fiero animal llamado toro bravo. Lo mejor de la tarde un volapié para un escultor de fuste –atención Pablo Lozano, hijo- y la profesionalidad de Uceda Leal y de un David Mora que lo intentó todo hasta la saciedad y con mucha torería y calidad, tanto con la capa como con la muleta. Esaú Fernández quiso poner valor -y lo puso- donde sólo hacía falta paciencia para aguantar aquellos marmolillos que echaban de menos la sombra de las carrascas de la dehesa para descabezar un sueñecito. ¡Ah! Los toros eran de Montalvo, que se dejó los buenos pastando en el campo. Claro los seis de hoy en Las Ventas no eran ni malos; simplemente no eran…
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Los toros no comparecieron
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