Cuando don José Flores “Camará” apoderaba al Chamaco que volvió loca a Barcelona, y no digo a la taurina, porque el onubense interesó a todo el mundo fuera o no aficionado, le hice una entrevista sentados los dos en el Hotel Ritz de la Ciudad Condal. La conversación giró enseguida hacia Manolete, ya que la historia del torero cordobés no se entendería sin aquel hombre de perennes gafas oscuras y porte distinguido que también fue matador de toros en su juventud.
Camará hablaba de Manuel Rodríguez Sánchez con auténtica devoción. Tanto es así que me sentí obligado a preguntarle, casi en tono de afirmación: “Así, para usted, que ha vivido el toreo durante toda la primera mitad del Siglo XX, el mejor torero que ha conocido habrá sido Manolete…” Y aquel hombre serio, cuyas opiniones eran auténticas sentencias, me espetó mirándome a los ojos sin pestañear: “No, el mejor torero que yo he visto en mi vida ha sido José Gómez “Gallito”, o Joselito, como usted quiera llamarle”. Ni qué decir tiene, que me quedé de una pieza.
Estupefacto por su respuesta, debí poner cara de bobo porque el hombre esbozó un rictus con vocación de sonrisa y me aclaró enseguida: “Verá, lo que yo sentía por Manolete era un afecto y una admiración sin límites. Era un hombre serio y muy cabal, de pocas palabras pero determinantes, y su recia personalidad como ser humano corría pareja a la que evidenciaba en la plaza vestido de luces. No se parecía a nadie; toreaba como era y desde el primer lance trasladaba una emoción a los tendidos como ni antes ni después de él consiguió trasmitir torero alguno”.
Documental sobre la corrida de toros homenaje a Manolete que tiene lugar en Córdoba en 1951.
Manolete, que toreó en Barcelona cerca de cien corridas de toros, era en la entonces capital más europea de España, un auténtico ídolo, pero no ese tipo de torero al que la gente se acerca y lo rodea pidiéndole autógrafos, no; el torero de Córdoba paraba la circulación y los viandantes lo señalaban como se señalaría a un Dios, sin atreverse a hablarle y mucho menos a tocarle. La primera vez que vi torear al hijo de Doña Angustias Sánchez, nacida por cierto en la calle Tejares de Albacete, fue en la Feria de la capital manchega. Yo tendría alrededor de doce o trece años y, como siempre en aquel tiempo, me llevó mi tío Cristóbal, que tenía por costumbre llegar a la plaza de la Calle de La Feria con tiempo para pasar por el patio de caballos, con el fin de ver a los toreros de cerca mientras cambiaban saludos en los momentos previos a liarse el capotillo de paseo.
Recuerdo perfectamente que el primero en llegar fue Carlos Arruza, que formaba parte de la terna, completada por Manolete y Pepe Luis Vázquez. Los aficionados se lanzaron sobre el mexicano al que no se le borraba del rostro una ancha sonrisa, mientras correspondía a los abrazos y palmadas en la espalda con alegre simpatía. Pepe Luis entró en el túnel de la puerta de cuadrillas en un visto y no visto con la cabeza inclinada sobre el pecho, sin pararse con nadie. De pronto se hizo un silencio que se hubiera podido cortar con un cuchillo, como diría el literato petulante, y la gente susurraba señalando hacia la puerta del patio de caballos: “Mira, Manolete…” “Míralo, viene de blanco y oro…” Pasó hacia el rincón de la enfermería sin que nadie se atreviera a abordarlo y mucho menos a ponerle una mano encima. Ya en el rincón, desplegó sobre el hombro izquierdo el capotillo de paseo y Camará, que había llegado en el coche de la cuadrilla con el torero, le puso un cigarrillo entre los labios y se lo encendió con su mechero. El matador le dio cuatro o cinco caladas al cigarrillo y lo tiró pisándolo después, porque el paseíllo estaba a punto de comenzar.
Ese día ya me pude dar cuenta, pese a mis pocos años, de la diferencia entre la fama y la popularidad. Recordando aquella escena, tantos años después, comprendí perfectamente que Camará, su apoderado de toda la vida me dijera aquella noche de Barcelona: “Mire usted, yo procuraba salir de la plaza cuando estaba doblando el último toro de la tarde, para llegar al hotel Oriente, en plenas Ramblas, antes que el torero y asearme para tomar un café sentado en la puerta del bar Glaciar, frente al hotel, y poder ver cómo salía Manolete con su traje impecable, su corbata a juego y sus zapatos de tafilete, y echaba a andar Ramblas arriba con un empaque natural que jamás he visto en otro hombre, sea o no torero.”
Por algo el periodista K-Hito le bautizó como “El Monstruo” y su extraordinaria e inimitable personalidad ha dejado una huella indeleble en la Historia del Toreo. Y por algo también, cuando el día que debutó en México le preguntaron a Indalecio Prieto, exiliado en el país hermano como otros muchos políticos importantes de la República, qué le había parecido el torero cordobés, respondió tajante: “Que es el único español que no ha hecho el ridículo en México”. Y eso que venía de la España de Franco y fue recibido con manifiesta hostilidad.