Escribí hace ya muchos años que Enrique Ponce llevaba camino de convertirse en un torero de época. Y aposté todavía más fuerte al afirmar que, con él en activo, las novedades pasarían pero Ponce quedaría para la historia grande del toreo. Eran aquellos días en los que algunos comenzaban a aconsejarle caritativamente la retirada, argumentando que todo empieza y todo acaba y el de Chiva aburría de tanto repetirse a sí mismo. Tal parecía que pretendieran que se le considerara como un torero robotizado, un torero de piñón fijo. Que lo supeditaba todo a una fría y alambicada técnica.
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