Estoy de acuerdo con casi todo lo que escribe mi amigo Rafael Comino. Es Rafael un romántico de los que hacen falta muchos en la Fiesta, y eso nos identifica. Pero habría que matizar algo respecto a su último billete…
Estoy de acuerdo con casi todo lo que escribe mi amigo Rafael Comino. Es Rafael un romántico de los que hacen falta muchos en la Fiesta, y eso nos identifica. Pero habría que matizar algo respecto a su último billete titulado “Usted es torero”. Quien fue torero un día y sigue sintiendo el toreo toda su vida, independientemente de que triunfara o fuera flor de un día, sigue viendo el hecho de torear hasta su último suspiro desde el ángulo del que está vestido de luces delante del toro. Por eso se considera juez como espectador que paga y parte como torero que fue y sigue sintiéndose. Conozco un torero que tuvo su cartel en los años sesenta que aún hoy, más cerca de los ochenta que de los setenta, continúa andando a paso ligero cada día cinco o seis kilómetros. Hace sus flexiones, corre para atrás y coge capote y muleta y da pases al aire que es un primor. Pero por la calle, se le nota que ha sido torero porque, como el sacerdocio, la profesión de lidiar toros bravos imprime carácter. Pero no por el pañuelito al cuello, por los botines o porque se vista como un muñeco o camine empacado como si atravesara el ruedo de Las Ventas en tarde isidril. Viste, anda, habla y vive como lo pueda hacer un registrador de la propiedad o un empleado de comercio retirados. Cuando ese hombre pase a mejor vida, habrá desaparecido un torero. Y ello, al margen de que dejara de vestir el chispeante antes de cumplir los treinta años, y de que no comprara ninguna finca ni viva de las rentas de lo ganado en los ruedos, sino de lo que se averigua con un trabajo para el que está capacitado y que trata de ejercer cada día que amanece.
Luego hay otro tipo de hombres que siguen creyéndose toreros porque sueñan con faenas en la Feria de Bilbao, andan como si dieran la vuelta al ruedo, visten ropa ceñida y saludan por la calle como si lo hicieran a la presidencia al final del paseíllo, y hasta se atreven a decirle a una figura del toreo lo que debe hacer si se les presenta la ocasión. Y pontifican aconsejando a los jovencitos que quieren ser toreros, con la autoridad que creen que les da haber toreado dos o tres becerradas sin picadores cuando todavía la novia de Reverte andaba a vueltas con el célebre pañuelo de la canción. Estos no es que sigan siendo toreros, porque nunca lo fueron. Simplemente les dura la chaladura toda su vida. Y bien es cierto que el toreo es una bendita locura. Locura que tú y yo, Rafael, sentimos en lo más hondo y a la que damos salida como buenos aficionados. Así lo veo yo, querido amigo. Lo que ocurre es que tú eres un cacho de pan y sientes una gran ternura por esos patéticos personajes en busca de autor, que yo veo solamente como típicos del paisaje taurino. Sin más…
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Ser torero o creérselo
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