ENTREVISTA

Soto de Paula: “El quejío es lo que sobrevive al paso del tiempo”

Juan Luis Adrada
miércoles 28 de agosto de 2024
Con ilustraciones de Roberto Domingo y Diego Ramos, el libro, titulado Quejíos, estará en librerías a mediados de septiembre y es el séptimo del autor jerezano desde su debut en 2005

El pasado 8 de agosto, el escritor jerezano Jesús Soto de Paula presentó en El Puerto de Santa María “Quejíos”, el que es ya su séptimo libro desde aquel “De negro y azabache” que le abriese los caminos allá por 2005. Hijo de uno de los pocos toreros en los que el misterio del duende encontró un refugio permanente y atemporal, Rafael de Paula, y que le ha permitido vivir muy de cerca la esencia del toreo como arte, nos habla sobre esta obra que acaba de ver la luz y que, además, cuenta con ilustraciones de Roberto Domingo, que fue a través de quien se inspiró Rafael de Paula para utilizar los capotes de vueltas azules, y Diego Ramos. El libro puede adquirirse a través de redes sociales y estará en librerías a mediados de septiembre.

-Ha titulado la obra “Quejíos”, un término flamenco muy marcado, ¿qué ha querido transmitir con ello?

-El quejío es la música que no se sabe música. Es ese grito último, ese grito callado tan hermanado con el flamenco. Ese momento en que el cantaor se rompe y que muy probablemente en un recital de dos horas, solo se produzca una o dos veces. Tiene un componente sagrado y es que no nace como algo pretendido o buscado sino encontrado. Resulta poético. Yo lo sentí en aquellas tardes de Rafael de Paula y Curro Romero. Lo sentí porque vino a mí. El toreo como yo lo he vivido o sentido, como yo lo he gozado o sufrido, se me ha representado a través de quejíos. Es como un aforismo, una sentencia breve, una puñalá. Nace como algo incontrolable. Es ese momento en que ya no importa nada, porque el arte persigue trascender, sublimar; la consciencia que se convierte en inconsciencia y brota como algo íntimo, la soledad más última del ser humano. Ahí es donde mejor se han expresado tanto Rafael como Curro y, aunque no los vi por edad, lo entiendo en Belmonte, Cagancho, Curro Puya…

“El toreo como yo lo he vivido o sentido, como yo lo he gozado o sufrido, se me ha representado a través de quejíos. Es como un aforismo, una sentencia breve, una puñalá”

-El quejío desborda a la técnica y es lo que queda.

-Una vez escribí “se torea con voz pero sin eco”. El eco te diferencia. Se puede ejecutar el toreo muy bien, incluso de forma extraordinaria, y no tener eco, no tener quejío, que es el lenguaje que toco en este libro. Nadie tiene culpa de tenerlo o no, con eso se nace o no. Pero el quejío es lo que sobrevive al paso del tiempo. Una media de Rafael duele. El dolor es el súmmum del ser humano. El dolor distingue al genio del buen artista. El oficio hay que contemplarlo para perderlo, para olvidarse de él. Esto se lo escuché a Ramón Gaya, escritor y pintor del que yo hablo en este libro y dijo en una conversación con Bergamín “a mí me ha servido conocer el oficio, las líneas, las sombras, la luz de la pintura, para olvidarme de eso”, se refería claro está a la técnica. Todo en el arte es olvido, como dijo Belmonte en el toreo, “olvídate del cuerpo”. Y qué ironía más grande, qué paradoja, porque precisamente lo que tiene olvido es lo que luego se recuerda. Aquello que nace del olvido, es lo que se recuerda en quien lo vivió.

-En resumen…

-Mi literatura se resume como tocar aquello que queda pasado el tiempo. La voz se apaga, pero el eco queda. Ese es el misterio de este libro, tocar aquello que es invisible y hacerlo visible hasta donde pueda llegar.

-¿Hay exceso de correctismo actualmente? ¿se le tiene miedo a una bronca? aquellas rachas que encadenaban estos toreros de tantas tardes sin que ocurriese nada ya no las hay.

-Lo peor que puede pasar es que no pase nada, alargar faenas sin sentido y que el aficionado se aburra. La voluntad férrea no se le niega al que lo intenta, pero carecen de la personalidad de tirar por la calle de en medio. Existe un exceso de diplomacia, una complacencia algo estúpida. Falta personalidad. Hay que ser muy valiente para ser uno mismo, decía El Quijote “yo sé quién soy”, eso distingue al genio del buen artista. No se puede entender el arte sin el componente de la bronca, ese sufrimiento de sentirse incomprendido. Yo en mi escritura me siento tremendamente incomprendido pero esos Curro, Paula, Rafael El Gallo, Cagancho… llevaban ese martirio, esa cruz a cuestas. Uno siempre está amparado en esa esperanza de que un día te embista ese toro, pero eso puede tardar en llegar, y las broncas duelen. Aquellas broncas que viví de ellos (Curro y Paula) ya no existen, y las broncas son algo muy torero.

Portada de Quejíos, el nuevo libro de Soto de Paula.

-¿El arte, la inspiración, buscan al toreo, o el toreo los busca a ellos?

-En este libro hablo mucho de esa dicotomía que tú refieres. Hablo de lo que es tener ángel, o lo que es tener duende. Utilizo a Joselito y Belmonte, de los cuales soy un enamorado. Yo escribí una vez que José fue un niño que toreó con la destreza de un hombre y que Juan era un hombre que siempre toreó con la fantasía de un niño y en ello creo que está el foco de la cuestión. Hay toreros que nacen con ángel, como un don terrenal, recordando aquello de Nietzsche de lo apolíneo y dionisíaco. Joselito es esa gracia, ese poderío, desparpajo, sutileza, ese pensamiento; resulta el más representativo, sin embargo, el duende es otra cosa, es incluso diablesco, porque es algo que tú no puedes poseer, es algo que baja o no baja, y no le ocurre a cualquiera, también hay que nacer con él, aunque no sabes cómo dominarlo, y es lo que llamamos la inspiración hoy día. Esto te dota de una cierta condena, una enorme irregularidad en tu ejercer. El duende te posee a ti podríamos decir, no tú al duende. Asistimos a una revelación espiritual y ahí es cuando llega el arte, y hay un arte que vemos y otro que nos hace ver.

-¿Y quiénes lo representan para usted?

-Ahí es donde están Belmonte y Paula. Algo que refiero en uno de los primeros capítulos de este libro, “el torear con aquello de Belmonte como de esto de Paula”. El duende solo podía fluir de ellos, como algo desposeído, sí, pero en ellos. Ahí nace la revelación, tras ese calvario de tantas tardes terribles de broncas, de desastre, de aquel patetismo de Belmonte o las dudas de Rafael tan toreras también. No hay nada más torero que el miedo y la bronca. El valor de estos toreros, cito de nuevo a Curro y a Rafael, no era otra cosa sino ser lo que son. Se precisa ser muy valiente para ser fiel a lo que tú eres: soy así de desastroso y no sé ser de otra manera. Y claro que el toro te desborda y puede contigo y por eso son las broncas. Pero luego sale un toro que embiste con ese compás y el torero se crece y se abandona ahí… y eso es el duende.

“Se precisa ser muy valiente para ser fiel a lo que tú eres: soy así de desastroso y no sé ser de otra manera”

-Aunque ya editaste un libro al respecto, no podemos hablar por igual de revolución y de revelación, entendiendo la revelación como fruto del arte.

-En mi libro “Revoluciones y revelaciones toreras” escribiendo sobre los revolucionarios del toreo: Belmonte, Manolete, El Cordobés, Ojeda… me di cuenta que la auténtica revolución fueron los toreros que poseían la revelación, el arte. Aunque es una revolución callada. Los de revolución tenían un momento, una época que empieza aquí y termina ahí. Existe el componente de la novedad, y la novedad tiene una duración siempre. El arte tiene memoria, las modas no. Los toreros sobre los que escribo han sido muy longevos, irregulares, con épocas terribles, pero duraron en el tiempo. La gente quería seguirles. Son toreros que mantienen sus muñecas, que es donde se asienta el toreo, en un estado sin tiempo.

-¿Dónde queda el valor cuando surge el quejío?

-Mi padre, hablando de lo que era una media verónica, me dijo “yo sabía que no me podía ir, entonces yo me defendía con los brazos; mis rodillas eran mu’malas, y aún así, el toro en la media hay que dejárselo atrás. Yo le echaba el capote adelante todo lo que podía, y lo llevaba tan atrás de la cadera que yo mismo me decía que sea lo que Dios quiera”. Y esta última sentencia no era más que el fiel reflejo de su toreo, un “que sea lo que Dios quiera”. Los toreros de arte, han hecho del valor el olvido, ha sido su lenguaje. Trascienden al valor. Nadie se ha referido al valor de estos toreros cuando han estado bien sin embargo hacían el toreo con todos sus cánones: parar, templar y mandar y el espíritu santo de cada cual. En definitiva, hay que ser valiente, pero para ser uno mismo.

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