Me encantan las redes sociales. Lo cierto es que las uso menos de lo que prometo cada día hacerlo. Pero el mundo es otro mundo desde que existen. Me gustan incluso cuando hay ataques directos. Más aún me gustan cuando esos ataques directos llevan la firma del que se esconde, es decir, de la impostación. Esas me encantan, me producen el placer de la autocondena: el que se esconde para el insulto se insulta, blasfema contra él y se hace tan ridículo y cobarde que cree encontrarse a salvo de su propia mediocridad por el mero hecho de ocultarse en una esquina y lanzar la pedrada.