Llegó San Fermín y nos devolvió la sonrisa. En el éxito, porque hacía más falta que nunca un subidón de toreo, en la fiesta por más de lo mismo, porque por unos días es recomendable orillar la dureza de las primeras páginas de los diarios que no cesan ni dan abasto -y lo que te rondaré- y hasta en el drama porque al final cuando llegó -esa montonera tardaremos tiempo en olvidarla- todos convenimos en que no fue nada para lo que pudo ser y sonreímos. Es una constante, en Pamplona todos los años por estos días se ríe con ganas, en la calle, en la plaza, en la mesa, en los hoteles, en la acera, en el césped y en donde te pille que a poco que lleves abierto el espíritu te acaba pillando. Es San Fermín, el santo reparador, terapia colectiva de primer orden, imagen de lo que la fiesta del toreo fue y le costará volver a ser con tanta traba, tanto pescador de río revuelto, tanto botarate en las tribunas de esos anti que encuentran su minuto de gloria a costa de la gloria de los que están entre los últimos héroes de esta sociedad.
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