Cuando Enrique Ponce tenía poco más de diez años, quedó el segundo en el concurso “Monte Picayo busca un torero” de Valencia. Hay por ahí una fotografía en la que el chiquillo se hace cargo del premio correspondiente, de manos de José Luis Benlloch, con una rabieta impresionante. Su espíritu de líder ya le impulsaba al todo o nada. O se es el primero o no vale la pena. En lo que sea. Y a él le había picado el gusanillo de la afición y no se conformaba con ser torero; quería ser el mejor, el que más toreara y mayores triunfos alcanzara. El abuelo Leandro había sabido llevar al último rincón del alma de su nieto la ambición de ser un torero grande, de tal manera que desde sus inicios infantiles asombraba a los mayores con su rápida y profunda comprensión de lo que había que hacer para conseguirlo.
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