El primer tapón, zurrapa. Dicen que los gitanos no quieren a sus hijos con buenos principios, pero eso no deja de ser un “dicío” en palabro de Serapio…
El primer tapón, zurrapa. Dicen que los gitanos no quieren a sus hijos con buenos principios, pero eso no deja de ser un “dicío” en palabro de Serapio, vecino de la huerta albaceteña de mi infancia. Los de El Cortijillo salieron uno a uno por los chiqueros, y poco más se puede decir de ellos. Hermosos, bien presentados, con encornaduras muy respetables y sin malas intenciones, pero no les dieron a sus matadores la mínima opción de lucimiento. Seis ursulinas disfrazadas de toro bravo que acabaron con la paciencia del público madrileño. Mansurrones, desganados, rajaditos a las primeras de cambio y nuestro gozo en un pozo. No tiraron ni una cornada, ni buscaron las zapatillas de los toreros por abajo ni el cuello de la camisa por arriba. Pero tenían menos vitalidad que la momia de Tutankamón. Lastima, porque los Lozano son unos magníficos ganaderos. Quiero creer que esta tarde hemos visto en Las Ventas los seis toros con menos gracia de toda la ganadería y que los que quedan nos darán días de gloria. Porque si no es como para no creer ya ni en el Santo Labrador.
Abellán, hecho un torero de auténtico fuste, consiguió embarcar a su primero en varias series con la derecha y con la izquierda, que demostraron el magnífico momento que atraviesa, pero los ronquidos del público que provocaban las mortecinas embestidas del morlaco decidieron a Miguel a echarse la escopeta a la cara y quitárselo de en medio dignamente. En su segundo, cuarto de la tarde, ni eso. No había con qué. Leandro aprovechó las pocas y apagadas embestidas de sus dos toros para seguir demostrando que es un torero entonado y con un fondo artístico nada despreciable, y Nazaré, que venía con ganas, nadó contra corriente desesperadamente. Tarde cuasi veraniega y público festivo que acabó enfadándose. Estoy deseando ver una de Alcurrucén de las que te reconcilian con el toro encastado…
