Y se consumó el milagro. Cuando hace siete años cayó destrozado Juan José Padilla en Zaragoza, parecía que el final de su mundo había llegado, con el añadido de todas las tristezas que trae bajo el brazo lo irremediable. Aquel hombre roto, aquel torero que parecía imposible que volviera a vestirse de luces, sacó la fuerza que solo tienen los héroes bíblicos, de la literatura griega y romana, de los sueños imposibles o de las historias falsas. La suya fue real. Aquel torero casi destrozado que abracé en Zaragoza me enseñó, y enseñó al mundo, que siempre hay una posibilidad para levantarse. Y se levantó en ese récord añadido que solo pueden tener los toreros. He tenido el privilegio de vivir de cerca su resurrección, en la que también colaboraron los suyos, su gran mujer y sus hijos.
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