El Quiebro

Se fue un grande

Ramón Bellver 'El Blanco'
viernes 18 de noviembre de 2011

Se ha ido un maestro de maestros, un clásico de clásicos, un romántico, un amigo del toro bravo, un admirador de la fiesta del toro en la calle y todo lo que ello conlleva…

Se ha ido un maestro de maestros, un clásico de clásicos, un romántico, un amigo del toro bravo, un admirador de la fiesta del toro en la calle y todo lo que ello conlleva. Se ha ido Antonio Chenel “Antoñete”.

Tuve el placer de conocerle por primera vez al acabar una charla en Alquerías del Niño Perdido. Fuimos a cenar y me senté a su lado. Podría escribir un libro de todo lo que aprendí aquella noche. El maestro, hombre de pocas palabras pero gran conversador, me contó mil y una anécdotas, pero lo que más me sorprendió era que coincidíamos en muchas de las sensaciones que experimentábamos a la hora de enfrentarnos a un toro bravo. Él como profesional y yo como recortador.

Coincidíamos en ese miedo antes de que salga el toro, lo mal que se puede llegar a pasar en un patio de cuadrillas. Esa obsesión por querer analizar hasta el más mínimo detalle del comportamiento del animal para luego intentar adivinar lo que haría durante la lidia. Como nos considerábamos justos de valor, nuestras armas era dominarlo lo máximo posible para no tener que jugarte el lance a una carta y cruzar solamente en los momentos decisivos esa línea que tanto cuesta pasar.

Coincidíamos en una regla básica, que creemos esencial para estar delante del toro, distancia y colocación. La distancia justa para que se luzca el animal y la colocación exacta para que no te sorprenda. Estos dos términos unidos hacen que el toro coja confianza y se crea que puede hacer presa, engañándolo en el último momento. “Engañar sin mentir”, como él decía.

Claro está, que todas estas similitudes que puede haber entre un torero y un recortador, son siempre salvando las distancias, pero Chenel, cuando hablaba conmigo de toros, mostraba el mismo respeto y admiración hacía los recortadores que le mostraba yo mismo hacía su persona. Nunca tuvo aires de grandeza, pues se inició en las duras capeas de los pueblos, como un aficionado más. El año pasado, tras un obligado paseo de la plaza de toros al hotel donde se hospedaba, tuve la extraña sensación de que iba a ser nuestra última conversación. “Demasiados pitillos empalmados, maestro”, le decía yo, “tenía que distraer al miedo”, me contestaba él.

Ahora estará allí arriba, sentado en mitad de la dehesa, a la vera de dos toros recostados, “Atrevido” y “Romerito”, uno fue compañero de faena, el otro, su mejor amigo. Seguro que sigue soñando con la faena perfecta. Le vamos ha echar de menos. D.E.P.

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