De José Luis Lera siempre nos quedará su bonhomía, su sentido de la amistad y esa inmensa capacidad intelectual que lo convirtió en un maestro de la profesión y patriarca de varias generaciones de periodistas.
Se marchó en estos primeros compases del año, cuando el invierno arrecia con dureza y en su Valladolid del alma apenas invita a salir. Se fue con su señorío, su personalidad innata de castellano viejo, con esa alegría que definía a su persona, no exenta de una fina ironía que siempre ha sido la distinción de los inteligentes.
Nos dijo adiós y queda una inmensa huella de su labor con infinidad de crónicas para el recuerdo. Por encima de todas la titulada El concierto de Aranjuez, tras una fabulosa faena de David Luguillano en sus tiempos de novillero (más tarde el diestro se lo agradeció brindándole el toro de la confirmación de alternativa); otra tras un faenón de Juan Mora a un victorino, en Valladolid; varias de Roberto Domínguez, Manolo Sánchez, otra memorable a un sentido trasteo de Curro Vázquez en Palencia, otra de sus plazas. Y muchas más, porque José Luis Lera manejaba con maestría el diccionario para regalar una exquisita prosa de la que disfrutaron durante casi medio siglo los lectores del Norte de Castilla y de la agencia EFE.
Como excelente periodista era serio, riguroso y exigente en su labor cuando veía que las cosas no eran justas, porque ante todo era un auténtico aficionado al toro que hablaba con pasión de aquella faena que presenció siendo un chaval de Pepe Luis Vázquez en Valladolid, a un toro de Villagodio Una faena del genio del barrio sevillano de San Bernardo que fue la mejor de su vida. Y la que en los últimos meses de su vida recordó, salvando los tiempos, con una reciente de Juan Ortega también en ese coso del Paseo de Zorrilla.
Tuve la suerte de ser su amigo, amigo con la sinceridad que Lera hacía las cosas. Una amistad nacida hace más de 30 años alrededor de la familia Luguillano, a la que él estaba tan unido y a la que a mí también me honraron. Desde entonces fueron muchos los encuentros, las charlas… siempre alrededor de un vino de La Ribera y en todas aprendiendo, porque era un pozo sin fondo de sabiduría. ¡Qué gran señor! Después, al coincidir con la llegada de Julián Lago, quien fue uno de sus grandes amigos, para dirigir Tribuna de Salamanca fuimos varias veces a comer con él a Valladolid y desde luego que compartir una mesa con esos dos maestros era la mejor lección para un periodista al que entonces le quedaba tanto recorrido.
Aquella amistad fiel y sincera quedó reflejada en el magistral prólogo de Tauromaquias de Castilla, acudiendo siempre a cada evento que tenía programado en la capital del Pisuerga, hasta el pasado noviembre cuando fue presentada en Valladolid la novela No veras amanecer y, ya muy deteriorado, acudió a la presentación. Ese día, al finalizar e ir a saludarlo ya barrunté que su final estaba cercano y al abrazarlo la emoción se hizo presente en mi sabedor que era el último abrazo de mi vida a quien era un gran señor.
Y ahora que se ha ido a la eternidad me imagino la que tiene que haber liado al llegar allí arriba, donde seguro que han salido a recibirlo sus queridos Maribel Rodicio, Julián Lago, Emilio Salcedo… y ya andarán pensando en poner en marcha una edición celestial del Norte de Castilla, el viejo diario castellano del que fueron santo y seña; mientras Lera andará deseando ir al encuentro de Fernando Domínguez para que trace con sus brazos una verónica con su inmenso arte y jalearlo con su inimitable voz, mientras al fondo el taconeo del gran Vicente Escudero emociona a sus paisanos.
Y ahora que le decimos adiós para siempre a José Luis Lera, de él siempre nos quedará su bonhomía, su sentido de la amistad y esa inmensa capacidad intelectual que lo convirtió en un maestro de la profesión y maestro de varias generaciones de periodistas.