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Amado mío…

¿Recuerdan la canción? La cantaba Rita Hayworth en aquella película, mientras hacía el striptease más sibilino de la historia del cine, desnudando su bien torneado brazo de uno de aquellos largos guantes que llegaban hasta el codo, mientras contoneaba sus misteriosas caderas con un movimiento de mar soplado por la brisa del amanecer de un prometedor día de verano. La película se titulaba Gilda y los de mi edad, cuando en aquellas confesiones de la Santa Misión nos sonsacaba que la habíamos visto, el padre Rodríguez nos condenaba a rezar trescientos padrenuestros y quinientas avemarías, además de prometernos un infierno eterno en el que víboras embravecidas nos picarían constantemente en salva sea la parte.

Les estoy contando esto para no soltarle una filípica que tiemble el basto al inquilino del palco de la plaza de toros de Valencia, que también se llama Amado, aunque no mío sino de todos los demonios. Bueno, pues tal como yo soñaba con el serpenteo bailongo de Gilda cuando apenas me apuntaba el bozo, esa gran promesa de torero llamando Román, al que el tal Amado parece haberse conjurado para hacerle imposible el inicio de su prometedora carrera, debe estar soñando con que las víboras que lanzaba contra mi bragueta el ínclito padre Rodríguez devoren enterito al hombre que se ha empeñado en ser su pesadilla.

¡Ay Amado, cómo nos haces echar de menos a Moreno, a Constantino y hasta al bueno de Bustos! ¿Pero por qué estás haciendo objeto de tal persecución a ese rubicundo muchachito que el único delito que comete vestido de luces es arrimarse como un tejón? He aquí un gran tema para un freudiano psiquiatra.