LA REVOLERA

Hasta siempre, Pablo

Paco Mora
domingo 01 de noviembre de 2020

“¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”, escribió el poeta. Se equivocó Gustavo Adolfo Bécquer; los que nos vamos quedando solos somos los vivos. Conforme van desapareciendo aquellos que, de un modo u otro, formaron parte de nuestro paso por este piélago de calamidades que es la vida, nos acoquina una enorme sensación de vacío, de soledad y de angustia que tiene mucho que ver con la antesala de nuestra muerte. Esa especie de anonadamiento la he experimentado con la noticia del deceso de Pablo Lozano, un hombre tan recio, tan firme y de ideas tan concretas y elaboradas por su experiencia vital, tanto en el mundo del toro como en el devenir de su existencia, que una conversación con él era todo un curso de sentido común y conocimientos. Lo suyo no eran opiniones, eran sentencias acreditadas por su larga experiencia.

Una conversación con él era todo un curso de sentido común y conocimientos. Lo suyo no eran opiniones, eran sentencias acreditadas por su larga experiencia

He visto muchas corridas de toros a su lado, y cada una de ellas fue para mí una impagable lección magistral. Solo me llevaba un año, pero la diferencia que marcaba entre ambos su sabiduría lo hacía parecer un siglo. A su favor, claro. La primera vez que lo vi torear fue en aquella novillada de Valencia en la que se destapó por monumentales naturales de rodillas que conmocionaron el toreo de aquellos días. Después lo vi, ya de matador de toros, y me siguió pareciendo un torero de los más recios y firmes que he conocido y que corría pareja con su fuerte hombría de bien. Personalmente lo traté con ocasión de aquel amago de reaparición, propiciada por Antena-3, que hizo Manuel Benítez “El Cordobés”, al que en aquellos momentos dirigía la Casa Lozano, y que concitó en una singular rueda de prensa a periódicos, radios y televisiones de todo el mundo. Rueda de prensa tan sui generis como todo lo que tenía al Benítez como protagonista, en la que dio para los estupefactos periodistas extranjeros “el salto de la rana” -de paisano, con corbata y a ladrillo pelado-, para demostrar que estaba en la mejor forma.

He visto muchas corridas de toros a su lado, y cada una de ellas fue para mí una impagable lección magistral

Unos días antes de la corrida, que se había acordado celebrar en Tarragona, Pablo viajó a Andalucía donde El Cordobés debía probarse con unos novillos como acto previo a la corrida que tanta expectación había levantado y que ya estaba comprometida para ser televisada en medio mundo. Yo me hospedaba en el hotel Pirámides y al atardecer me llamó Pablo por teléfono y me pidió que le esperara, que no sabía a la hora que llegaría pero que en todo caso avisara a la cocina porque teníamos que cenar para “hablar largo y tendido”. Cuando llegó, pasada la media noche lo primero que me espetó fue: “Manolo no está para torear una corrida de toros; piénsate bien quién puede sustituirlo”. Cambiamos impresiones ante el imprevisto y acordamos que lo mejor era echar mano de un valor seguro como Emilio Muñoz, con el que hablé al día siguiente y llegamos a un acuerdo, no demasiado fácilmente porque el apoderado del trianero se subió a la parra aprovechando la ocasión. Y bien que hizo. A mí no me llegaba la camisa al cuerpo porque Antonio Asensio, en cuya empresa periodística trabajaba hacía muchos años, me había encargado de la puesta en escena de aquella corrida, aunque el aspecto económico de la misma era cosa del departamento correspondiente de Antena-3. Lo que significaba para mí una doble dificultad.

Cuando le pregunté a Pablo cómo estaba tan seguro de que el fenómeno se echaría para atrás me contestó muy serio: “Después de matar el primer novillo como Dios le dio a entender, se me quedó mirando y me dijo: “¿Ha visto usted por ahí a Pablo Lozano?” Evidentemente la cosa no dejaba lugar a dudas. Dos o tres fechas antes de la anunciada para la corrida, el Benítez comenzó a racanear con mil excusas entrecruzadas, con las que quería paliar la “espantá”. Pero su cuñado Insúa, que había recibido de antemano un cheque con la casi astronómica cifra que tenía que cobrar el de Córdoba, se avino a devolver el anticipo y aquí paz y después gloria.

Desde entonces he tenido a Pablo Lozano por un buen amigo, así como a sus hermanos Eduardo y José Luis. Una familia toledana ligada al toro desde hace más de un siglo, que en los tiempos del patriarca de la saga repartía sus preferencias taurinas entre Marcial Lalanda y Domingo Ortega. Pablo ha dejado tres hijos en el negocio taurino, y si es cierto eso de las ramas y el tronco, la dinastía está asegurada.

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