La Pincelada del Director, por José Luis Benlloch

Y Dámaso subió a los cielos

José Luis Benlloch
martes 29 de agosto de 2017

La muerte de Dámaso, tan querido y tan admirado, ha revestido de luto cualquier alegría ferial. Inesperada, tremenda y cruel la cornada del cáncer. Él, tan bravo y tan fuerte, el hombre al que los vientos de la vida y el toro nunca le troncharon, el mismo que tantas veces ayudó con su solidaridad a que los científicos estudiasen la lidia del maldito mal, no tuvo opción esta vez ni siquiera para meterse entre los pitones de la parca y jugársela de tú a tú como tantas veces hizo con los toros. La semana ha estado ribeteada por el dolor. Sincero y justo. La muerte de Dámaso, tan querido y tan admirado, ha revestido de luto cualquier alegría ferial. Inesperada, tremenda y cruel la cornada del cáncer. Él, tan bravo y tan fuerte, el hombre al que los vientos de la vida y el toro nunca le troncharon, el mismo que tantas veces ayudó con su solidaridad a que los científicos estudiasen la lidia del maldito mal, no tuvo opción esta vez ni siquiera para meterse entre los pitones de la parca y jugársela de tú a tú como tantas veces hizo con los toros. Llegó y se lo llevó por delante en menos de lo que cuesta contarlo. Llega a darle la mínima opción y estoy seguro de que… de que Dámaso le hubiese acortado las distancias, le hubiese mirado a la cara, le hubiese aguantado la primera embestida, le hubiese ganado otro pasito hacia las guadañas, y otro más, y otro, le hubiese puesto los muslos como señuelo, le hubiese quitado la muleta como hizo tantas tardes y en ese mismo momento nos hubiese mirado al resto de los mortales en nuestro asombro, con su cara afilada y su gesto seco y relajado, y sí, seguro que hubiese acabado metiéndola en el canasto, asustándola, por eso no quiso la maldita parca darle opciones y en la primera arrancada certera se lo llevó por delante.

Con ese embate se va un hombre cabal y un torero grande. Bueno en el mejor de los sentidos, bueno y grande en la calle y en la plaza. Próximo y cálido, siempre desnudo de alharacas, discreto, entrañable, amigo de sus amigos, el hombre al que siempre encontrabas. Torero referencia en todos los tercios de la vida, cuando siendo el Lechero habitó en la sierra en busca del éxito y cuando ya Dámaso -con y sin acento- lo conquistó en las ferias de lujo, en España y en América, cuando los vientos le venían de cara y cuando le tocó remar contra la fuerza de las grandes empresas, en las plazas que le fueron propicias y en las que se le ponían ariscas y a la contra hasta acabar rindiéndolas. El hombre que supo triunfar sin pisar a nadie. Valiente como ningún otro, templado, en realidad él fue el temple, y fue eslabón imprescindible de una forma de entender el toreo, muy despacio y muy cerca que tanta fortuna hizo desde entonces.

La parca se llevó por delante al hombre que supo triunfar sin pisar a nadie. No le dio opción. Si llega a dejarle un resquicio le hubiese acortado las distancias, le hubiese mirado a la cara, le hubiese aguantado la primera embestida, le hubiese ganado otro pasito hacia las guadañas, y otro más… y nos hubiese mirado al resto de los mortales en nuestro asombro, con su cara afilada y su gesto seco…

El domingo Albacete, su pueblo, y el toreo entero, se rindieron a su bonhomía en una jornada de emociones y reconocimiento. No debe extrañar, se cosecha lo que se siembra y Dámaso sembró amabilidad, cariño y generosidad. No son las palabras lisonjeras de un obituario, es la realidad, la proyección de un hombre bueno y de un gran torero. Héroe en la plaza y en la calle. Lo escribo hoy y lo hice a lo largo de las muchas entrevistas y reportajes que le hice en vida, la última en su finca. Érase una vez… comenzaba la última, que seguramente no sea la forma más periodística de arrancar un reportaje pero reflejaba la dimensión de un personaje de leyenda. Tampoco era una entrevista muy académica, en realidad era un haz de recuerdos y vivencias, unas simpáticas, otras duras, otras ocurrentes y ninguna corriente, que conforman una gran historia; un manojo de rasgos y sentimientos que dieron pie a un gran personaje; el retrato/esbozo de un torero que trepó por las talanqueras, cruzó plazas y campos para convertirse en un icono, en un héroe del pueblo, seguro que sin pretenderlo; un personaje muy por encima de la camisa desabrochada y el desaliño con el que pretendieron identificarle; es incluso mucho más que un valiente, él fue valiente en el mejor de los sentidos, que en el toreo y en la vida no sólo es mucho sino muchísimo.

“Nos encontramos en Los Prados, la finca referencia de Dámaso -escribí-, cada torero grande tiene la suya. Es el retrato del dueño. El lujo justo y la eficacia máxima. Vive rodeado de mujeres, también habría que decir de periodistas, tres nada menos, él tan castigado por el gremio, no se libró de los mismos ni en su retiro y no voy a decir que sea un castigo bíblico porque en realidad es un gustazo tratándose de sus propias hijas.

Si la norma periodística dice que una vez situado el personaje hay que definirlo, les diré que es de natural valiente. Y fiel a sí mismo. Enamorado del toreo. Discreto hasta la exageración. Nada le cambió. Ni la fama ni la fortuna ni los elogios ni las descalificaciones críticas que le llegaban como obuses… y sobre esas premisas construyó, mejor construyeron, su leyenda. Creció en el corazón de las gentes. Cultivó la naturalidad y la bonhomía y ahí sigue. Divorciado de excentricidades, en las antípodas del lujo, más bien retraído, constante, auténtico…”.

Su leyenda comenzó a fraguarse en las capeas. Aquel niño menudo y enjuto tuvo desde siempre valor y un no sé qué que conquistaba. Aquel no sé qué tenía un sabor contradictorio, parecía mezclar la crudeza de un guerrero y la serenidad franciscana de un ermitaño.

-Yo fui torero porque me gustaba torear, me dijo entonces.

Y le gustó hasta el final, sólo que la parca no quiso embestirle por derecho. Mi admiración y cariño.

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