Amanece en la marisma. El mayoral sabe que la vaca ha parido. Se va a producir la primera manipulación. En la pradera, fresca y verde, huele a maternidad vacuna. A la madre, en pie, le cuelgan las pares. El ser humano comienza a manosear la naturaleza. El becerrillo, arrugado y húmedo, tiene la mirada perdida y las patas débiles. Enroscado bajo la madre, una bola de bravura observa inocente el trozo de plástico amarillo. Hay que coger al becerro. Y “acrotalarlo”, que es como se conoce en el campo la acción de poner el crotal, ese distintivo numérico que atraviesa la oreja del becerro marcando para siempre el destino de su bravura. Y el becerro no sabe que lo están señalando para siempre. Su destino comienza a estar escrito. Ha perdido su lado salvaje. Ahora existe en un documento oficial. El choto ha venido al mundo con una dosis alta de instinto animal. Ahora es la mano del hombre la que decide. Y el caballo, aquí no falta el caballo. Son dos. Uno “aguantará” la vaca, pendiente para cortar si ésta se arranca. El otro llegará hasta el hijo. Dos caballos, dos hombres en la pradera. El becerro ya tiene el crotal en la oreja. Como siempre sucede en el campo, el preparativo fue más extenso que la acción en sí. Hubo más de liturgia que de trabajo. Y un nuevo animal está identificado. Pero es ahora cuando el becerro declara su amor a la madre y muestra su más cruel dependencia. Los hombres de los caballos se marchan, el becerro busca urgente a la madre. Y la madre levanta las orejas, y enseña los pitones a las nubes de la marisma. Y juntos ven desaparecer la silueta de aquellos hombres a caballo.