La Revolera

Hacer la luna y algo más…

Paco Mora
viernes 08 de mayo de 2020

Como ya he explicado en otras ocasiones, el lugar de encuentro del mocerío albaceteño al anochecer era la calle Marqués de Molins, vulgo calle Ancha. Allí conocí a la mayor parte de los “capas” de la localidad, que en las décadas de los cuarenta y los cincuenta eran multitud. Sobre todo desde la revelación de Juan Montero y Pedrés. Por allí se paseaban los pioneros Maera y Pepete, y después también los Chicuelo II, Juan Ortiz “Pinturas”, Manolito Ortiz, Segurita, El Palmera; un chicarrón de cerca de dos metros de estatura, que, hijo de padres pudientes, se sumó a la tropa atraído por aquel romántico ambiente, única salida que vislumbraban los hijos de los padres que perdieron la guerra, que esperaban que los sacara de la pobreza cuando no hizo más que aumentarla. Porque los Algarra, Jeromín “el del Capitol”, Marchenilla y algunos más que vieron en el toreo algo de lo que presumir ante las garridas mozas albaceteñas, esos iban a los tentaderos invitados por el dinero de sus papás.

En aquella especie de “cerro de los locos” oí hablar por primera vez de “hacer la luna”. Hice como que estaba al cabo de la calle pero la verdad es que me quedé a cuadros pensando: “Estos tíos están como unas puñeteras cabras”, pues yo miraba al cielo de aquellas crudas noches de invierno y veía una luna brillante, diáfana, que estaba más que hecha, porque según mis libros de texto formaba parte del firmamento. Pinturas me sacó de dudas y me explicó que se trataba de coger los trastos e irnos a una ganadería de los alrededores, “apartar un toro de la manada y torearlo hasta dejarlo reventado”. Me gustó el cante y le pedí permiso a mi padre para ir a la última sesión del cine, lo que me permitiría regresar a mi casa sobre la una de la madrugada. Aquella noche los que “se la sabían” eligieron la ganadería de don Antonio García “Caramañas” -que muerden y arañan decíamos nosotros-; un moruchero que tenía su vacada en la carretera de Las Santanas, cerca de donde muchos años después pastarían los toros de Dámaso González. Y allá que nos fuimos Pinturas, Segurita, Manolito Ortiz y el que suscribe, más chulos que un ocho, creyéndonos poco menos que Guerrita, Lagartijo, Joselito y Belmonte.

Aquella primera noche los que “se la sabían” eligieron la ganadería de don Antonio García “Caramañas”, que muerden y arañan decíamos nosotros. Y allá que nos fuimos Pinturas, Segurita, Manolito Ortiz y el que suscribe, más chulos que un ocho, creyéndonos poco menos que Guerrita, Lagartijo, Joselito y Belmonte

Todo fue saltar la valla y me fijé en un toro más serio que un sermón de Viernes Santo, que ramoneaba debajo de las carrascas como si fuera el amo del mundo. Estaba solo y pensé: “A este no tengo que apartarlo. Trabajo que me ahorro”. Cogí la muleta de Pinturas, que era más bueno que el pan y no se quejaba aunque se la devolviera hecha unos zorros, y me fui hacia el “galán” -¡Qué cornamenta tenía el cabrón!- llamándole la atención con la voz: “jé toro, jeeé…” pero él me miraba de reojo y seguía marmullando bellotas caídas de la carrasca más cercana. Y yo, envalentonado, me fui acercando más y más hasta ponerle la muleta delante del hocico y llamando su atención con la voz y con pisotones cada vez más cerca. En un momento dado el animal levantó la gaita y se me quedó mirando fijamente. Pensé: “Ahora se me viene encima y le voy a pegar un derechazo que va a temblar el misterio”. Yo oía a los amiguetes que me gritaban no sé qué cosas y hasta en ocasiones creí detectar risas y chirigotas: “¡Serán cabritos! ¿Se estarán tomando a coña el arrimón que me estoy pegando?”. Volví a insistir poniéndole la muleta más cerca todavía, el animal se dio media vuelta y despreciándome olímpicamente se dirigió hacia la manada con un trote cochinero, dejándome más corrido que una mona.

En fin, mi primera luna acabó con los comentarios del regreso en los que creí notar cierto recochineo por parte de los coleguillas. Pinturas, que como he dicho era un bendito, me miraba de reojo apretando los labios para no soltarles un chorreo a los de la coña: “¿Ves, Juan, como esto es cuestión de bragueta; si te metes encima de ellos, por muy grandes y fieros que sean, se acojonan y allí mandas tú?”, le decía yo con aire de suficiencia. Manolito Ortiz no pudo resistir más y bramó: “Pero coño, ¿no te dabas cuenta del pedazo de cencerro que llevaba?… ¡Era un manso!”. Me quedé de hielo y respondí rápido: “Como que te crees que yo tenía ojos para otra cosa que para aquellos dos pitones como agujas que tenía el mozo. ¡Qué cencerro ni qué niño muerto!”. Total, que mi primera luna fue “la luna de Valencia”…

Hoy solo muy de tarde en tarde emerge un muchacho con sello propio porque en las escuelas -bienvenidas sean- es difícil no quedar impregnado del estilo de quienes les enseñan a torear de salón. Entonces se aprendía a porrazos y en cabeza propia. Y eso no se olvida…

Al año siguiente debuté en Albacete anunciado dos tardes seguidas en aquellas llamadas “novilladas económicas” sin picadores, claro, y en ambas acabé con el papel. En la primera con unos novillos grandones y moruchones de don Eugenio Ortega de Añover de Tajo y con José Montero “Minuto” y Félix Morales de compañeros de terna, que quedó en un mano a mano entre el hermano de Juan Montero y yo, porque a Félix le pegó su primero un cornalón de caballo. Los tres novillos que me tocaron en suerte -es un decir- murieron aburridos de tanto pinchazo, de tal manera que el que compraba las pieles me dijo que “no le servían ni para sandalias”. Pero me estuve más quieto que un poste y como no sabía torear me daban cada zamarrazo que temblaba el misterio. Acabé desnudo y Chicuelo II perdió un bonito vestido grana y plata que me había dejado para la ocasión. Pero mi vulnerabilidad ante los toros debió gustarle a la gente porque en la segunda, una seria y astifina novillada de don Raúl Larios, también hubo una gran entrada. Hice el paseíllo con Pinturas y El Niño de la Alfalfa, ya no me cogieron tanto y el público comenzó a perder interés, pues por lo que parece iban a la plaza a ver si un toro me daba matarile. Cuando vieron que estaba aprendiendo a defenderme a pasos agigantados, y como toreando tampoco era Pepe Luis Vázquez, comenzaron a dejar de creer en el futuro torero de aquel Paquito Lorca que les había encendido las pajaritas.

El año siguiente toreé de sobresaliente en Villarobledo el 16 de mayo con Antonio Aguado de Castro y Feliciano Albaladejo. El primero le dio una cornada a Aguado y otra a Albaladejo, y me quedé solo con la novillada. Maté tres como Dios me dio a entender y el último me cogió al abrirme de capa y me mandó a la enfermería con una cornada en la rodilla derecha que durante toda mi vida me ha recordado que el toreo no era para mí, y aún ahora, de cuando en cuando, me da un día de perros. El novillo murió a manos de mi amigo Juan Ortiz “Pinturas”, que había ido conmigo a la localidad albaceteña, y al que la presidencia le dio permiso para acabar con aquel calvario. Por cierto, que había estrenado un traje de calle azul marino y también acabó la tarde desnudo y aporreado. Aquello no era tan fácil, no…

Pero bueno, a lo que íbamos; en aquellos tiempos se hacían lunas, se iba a las capeas y los aspirantes a toreros de cartel llevaban a cabo un aprendizaje real y sólido. Aquello de la letra con sangre entra… Es cierto que pocos llegaban incluso a debutar con picadores, pero también es vedad que los que salían de aquel berenjenal tenían personalidad propia y el valor más que probado. Hoy, sin embargo, solo muy de tarde en tarde emerge un muchacho con sello propio porque en las escuelas -que bienvenidas sean, desde luego- es difícil no quedar impregnado del estilo de quienes les enseñan a torear de salón y a resolver los problemas de la lidia. Entonces se aprendía a porrazos, y en cabeza propia. Y eso no se olvida…

ÚLTIMAS NOTICIAS

Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando
Cargando