Un recuerdo desde aquí para el amigo Mario Cabré. La fecha de su muerte la tengo olvidada, sencillamente porque los amigos nunca mueren, permanecen siempre en el corazón. Y no va de biografía porque no se puede hacer mejor, más completa y más descriptiva, que la que ha escrito en este mismo rincón el director de Aplausos, José Luis Benlloch. Nos presentó hace más de cincuenta años Juan Poch Soler, fallecido hace varios años; un amigo de verdad de los dos o tres que he tenido en mi vida -compañero del alma, compañero, tendríamos que hablar de tantas cosas…-. Uno de los catalanes de pura cepa de los que en la Barcelona de aquellos tiempos patentizaban que viniendo de cualquier lugar de España se podía ser respetado y respetable sin que nadie te preguntara de donde venías y adonde ibas. De torero a periodista y de periodista a torero, tuve siempre desde entonces un trato cordial y amigable con Mario.
Recuerdo que cuando regresó Mario de aquel desfile de modelos en Tokio en el que exhibió con su especial donaire la capa española, le llamé por teléfono para felicitarle por su éxito, ya que su imagen con tan españolísimo indumento salió en los principales periódicos y revistas del mundo, y me contestó: “Para que veas que un catalán por los cuatro costados puede llevar la capa española con tanta propiedad como un madrileño de Chamberí”.
Quizás le época dorada de Mario fue su paso por Televisión Española, mientras condujo el celebrado programa “Reina por un día”, junto a José Luis Barcelona, tío del torero aragonés El Tato, por cierto. Mucho más tarde enfermaría y cuando se traslado a Benicassim con Poch Soler fui a visitarlo en varias ocasiones. Un día le sorprendimos escribiendo unos versos y le pedí que me los dejara leer. Creo recordar que comenzaban así; “Sitiado por los pitones quedó mi cuerpo en la arena/ tu medalla estaba al quite con un suspiro de pena/ ¿Qué toro puede asustarme si me cubre tu promesa?… Mario me dijo que me los podía quedar si me gustaban. Los guarde durante mucho tiempo y todavía deben de estar en algún rincón en los que yacen los cientos de recuerdos de toda una vida que comienza a ser demasiado larga. Mario Cabré no era mal torero, no, al contrario, tenía cosas muy personales de auténtica calidad. Con el capote bajaba las manos a la altura de las rodillas y les soplaba a los toros unos quites por verónicas con el capote muy recogido de una lentitud agobiante, lo que ocurría es que su corazón y su cerebro eran dos hervideros interesados por todo lo que tuviera un adarme de arte. Y eso hizo que se diversificara de tal manera que acabó obligándose a aprender cada día algo de todos sin dedicarse al todo de nada.
Seguía recordando su “affaire” amoroso con Ava Gardner durante el rodaje de El Holandés Errante en la Costa Brava. Creo que nunca se percató de que “el animal más bello del mundo” era incapaz de enamorarse de nadie porque tenía bastante con estar enamorada de sí misma. Después de terminar el rodaje de aquella película, Ava pasó mucho tiempo en Madrid consumiendo güisqui tras güisqui hasta el amanecer, a la espera de que Pantoja terminara su trabajo en el tablao que lo tenía contratado. Allí conoció también a Luis Miguel Dominguín, que en cuestiones amorosas era tan frívolo como ella, y la primera noche que se la llevó al huerto, al terminar la faena se vistió rápidamente y cuando ella le pregunto adónde iba tan acelerado, le espeto sin encomendarse a Dios ni al diablo: “¿Adónde voy a ir?… A contárselo a los amigos”. Eran tal para cual en los asuntos de la entrepierna… Y mientras, mi amigo Mario recitándole versos de amor a la luna. Porque Cabré era sobre todo un romántico sin remedio. Pero también una gran persona, todo un caballero, con un grado de cultura muy superior a los toreros de su época, y un torero con mucha personalidad. En fin, un auténtico personaje del siglo XX.